Octubre de mil novecientos sesenta y cinco. En algún sitio de la ciudad de Buenos Aires, Jorge Luis Borges (Buenos Aires, mil ochocientos noventa y nueve – Ginebra, mil novecientos ochenta y seis) reúne a un pequeño conjunto para hablarles de tango. Van a ser cuatro tardes que uno de los presentes registró con un magnetófono. El audio se perdió en el tiempo hasta dos mil dos, cuando el escritor vasco Bernardo Atxaga recibió unos casetes envueltos en cinta de manos de José Manuel Goikoetxea, quien por su parte los había recibido de un viejo amigo, el gallego Manuel Román Rivas, fallecido en dos mil ocho. Atxaga escuchó el material y percibió inmediatamente que estaba frente a un documento único. El cuatro de noviembre de dos mil trece, la viuda de Borges, María Kodama, certificó su autenticidad y presentó el material en la Casa del Lector en la capital española. La promesa de una veloz transcripción al papel se retardó hasta el momento, con la publicación de El tango. 4 Conferencias (De Sudamérica – dos mil dieciseis), en coincidencia con el treinta aniversario de la muerte de Borges.
En la página seis de su edición del treinta de septiembre de mil novecientos sesenta y cinco, el diario La Nación anuncia bajo el título “De temas de tango charlará Jorge L. Borges” un “ciclo de conferencias que va a ofrecer todos cada lunes de octubre a las diecinueve en el primer piso, departamento 1, de la calle General Hornos 82” para charlar de “sus experiencias personales en el Palermo feo donde compadritos y orilleros protagonizaron historias que muestran el espíritu de una temporada de Buenos Aires”. Y eso fue todo. Las hablas existieron, ciertamente, y en ellas Borges desplegó su saber sobre un género que lo maravillaba, sobre todo por ser la puerta al Buenos Aires de distritos bajos y violentos que tanto espacio hallaron en la prosa y versos del cosmos borgeano.
Los textos reunidos en El tango dejan leer a un Borges que recitaba y cantaba frente al público, acompañaba su charla con la erudición de los alfoces y no perdía la ocasión de desplegar sus críticas más mordaces. El escritor cifra el nacimiento del tango en mil ochocientos ochenta. “Se supone que entonces brota oscuramente, de manera clandestina sería la palabra más justa”, afirma en la primera conferencia. Su instante de auge llegó treinta años después, entre mil novecientos diez y hasta mil novecientos catorce, con el tango de orquesta y apenas cantado que conquistó París, el enorme salto al planeta cuando Argentina cumplía sus primeros cien años. “Hasta mil novecientos diez habíamos percibido mas no habíamos sido percibidos por el planeta. Ocurren entonces hechos que nos alegran y llega la nueva que nos conmovió a todos: ¡el tango se bailaba en la ciudad de París! Y más tarde en la ciudad de Londres, Berlín, Viena, hasta en San Petersburgo”, afirma Borges.

Las clases de tango de aquellos tiempos es el que más cautiva al escritor. Sus letras reflejan la vida en los alfoces de la ciudad de Buenos Aires y los códigos del compadre que halla su identidad en la violencia orillera. “Tenemos al compadrito, al granuja, tenemos al pequeño bien, patotero, y tenemos a la mujer de mala vida, también”, cuenta Borges. La cuna de la escuela de tango marca a fuego esos años primigenios. “Según todos, el tango brota en exactamente los mismos lugares en que brotaría, pocos años después, el jazz, en los Estados Unidos. Esto es, el tango sale de las “casas malas [prostíbulos]”, explica Borges. La primera etapa acabará a lo largo del periodo de entreguerras. Borges es inexorable en su crítica a la deriva “llorona y melodramática” de los tangos que prosiguieron. “El tango es al comienzo un baile valiente y feliz. Y después el tango va languideciendo y entristeciéndose”, lamenta.
Carlos Gardel, como primordial referente de esa etapa “triste” descrita por el escritor, es el primer ídolo que cede frente a la picota borgeana. “Gardel tomó la letra de tango y la transformó en una breve escena trágica, una escena en la que un hombre descuidado por una mujer, por poner un ejemplo, se queja”, afirma Borges en la tercera conferencia. El Tango recobra a ese Borges irreverente y también impermeable a las críticas que todos conocemos. Mas nos transforma, además de esto, en testigos de su genio a lo largo de una tarde de ese Buenos Aires de mil novecientos sesenta y cinco que, como aquel de los compadritos, asimismo se ha perdido.